Asociación para la Atención a Personas con Discapacidad Intelectual y del Desarrollo y a sus Familias
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Pescado

Ha llegado a nuestras manos un relato que estamos encantados de poder compartir con todos vosotros. Bajo el título de Pescado, el periodista y escritor, Luis Henares, se acerca con mucha sensibilidad y de manera certera a la discapacidad intelectual. Pescado forma parte de la publicación de relatos seleccionados del II Certamen de relatos «Cuenta con la Discapacidad», organizado por por el Ayuntamiento de Logroño y CERMI La Rioja. También podéis escucharlo en el podcast que se emitió en el espacio Abriendo Caminos de Castilla-La Mancha Activa Radio (a partir del minuto 9:35) incrustado al final de esta entrada. Disfrutad de esta pequeña maravilla.

Pescado

“Sin duda, no hay progreso”. (Charles Darwin)

Puede parecer estúpido, pero envidio a los peces. Sobre todo, su mirada. La mayoría no tiene párpados, aunque quieran, no pueden cerrar los ojos y dejar de ver. Y, en segundo lugar, tienen los ojos a los lados, su campo de visión es mucho más amplio, nosotros solo podemos ver lo que tenemos enfrente. Quizá por eso, y por las heridas, que duelen más en contacto con el aire que con el agua, me siento desde hace tiempo más cómodo con ellos.

Lo pienso todos los días cuando preparo las aletas, las dejo en el borde alineadas, me aprieto bien el chaleco, ajusto los plomos, compruebo el regulador y escupo dentro de las gafas para limpiarlas y que no se empañen. 

Desde dentro, lo de fuera es otro mundo, resulta curioso ver cómo los visitantes te tratan como un espécimen más al que jalean y te siguen curiosos saludando desde el otro lado del cristal.

Cuando cierran las puertas, sale el público y es el turno para el mantenimiento. Llega la calma total. Reviso las válvulas, compruebo la oxigenación de los acuarios y alimento a esos que no forman parte del espectáculo de los turistas. 

El personal se divide en dos: los de ahí afuera y yo. Quizá porque estoy dentro, sea uno de los pocos que se da cuenta cuál es una de las labores menos valoradas, la limpieza de los cristales. Alguien se tiene que encargar de que queden cristalinas esas superficies que nos separan. A los que lo hacían no les solía poner cara, porque cada vez venían unos distintos, los había que escuchaban música o hablaban por teléfono, mientras frotaban desganados el catálogo de huellas digitales, las babas de los niños que boquean imitando a los peces pegados a la pared transparente, los roces grasientos de las cabezas que se chocan con el cristal para hacerse un selfie.

Ella me llamó la atención. Ajena a todo, limpiaba con dedicación absoluta con aquella gamuza naranja. Metódica, seguía una línea imaginaria y luego repasaba por donde había venido. Acercaba su cara y le daba igual mi periplo dentro del estanque. Era también curioso que no estaba sola. Otra le acompañaba cada tarde, estaba de brazos cruzados mientras parecía que hablaba con ella.

Uno de los días que iba a hacer unas curas a un espetón que tenía un corte de alguna refriega, pasé por primera vez a su lado. 

—Lourdes, mira por aquí. Esto te falta— le decía la otra mujer.

Ella se afanaba en dejar los bordes perfectamente perfilados. 

—Por ese lado, por ahí, por el aluminio, que quede brillante. 

Seguía intentando llegar a todos los rincones. Menudas exigencias tenía la que no movía ni un dedo. No pude menos que intervenir. 

—Si lo está haciendo muy bien. Vamos que mejor no se podría hacer—dije, conciliador. 

—Sí, claro que se puede hacer mejor, no ves que han quedado ahí unas manchitas. Perdona, no nos han presentado. Ella es Lourdes y yo soy Aurora, su preparadora laboral. Queremos que lo haga lo mejor posible. La semana que viene ya estará sola y tiene que apañárselas, y hay que exigirle como al que más. 

Asentí, avergonzado por la condescendencia. Y entonces vi aquellos ojos que condensaban todos los colores del mar detrás de unas gafas que ejercían de ojo de pez, y aquella sonrisa leve y perenne. Nos dimos un par de besos y ella me abrazó. Yo me quedé sin saber muy bien qué hacer. 

Al despedirme, me di cuenta. Era del programa, el que dijeron a principios de año. Iban a incorporar a la plantilla a personas con discapacidad intelectual. La verdad es que yo había tenido poco contacto, más allá de alguna visita que habían hecho al acuario los de un centro. Les di una charla. Fue decepcionante para ellos y para mí, porque no abandoné aquel tono absurdo que se pone con los niños.

Sí escarbaba en la memoria sí salía un nombre, José Luis. Tendríamos seis o siete años, él era espigado, delgado, mucho más alto que los demás, callado y con movimientos sutiles. Recuerdo cómo a la hora del recreo, el baño maloliente se convertía en su cuarto de torturas a manos de algunos, aquellas crueldades. Cuando se iban, alguna vez, a escondidas para no enfrentarme a ellos, le ofrecía un trozo de mi rosco de azúcar envuelto en papel de aluminio. Los ojos vidriosos se aliviaban y comía con la mirada perdida. Espero que todo eso, ahora, haya cambiado. 

No sé si la curiosidad, o algo más desconocido, hizo que cada vez coincidirá más con Lourdes. Sus pasos vacilantes desde los tanques hasta el túnel central contrastaban con la pericia marcial con la que hacía su trabajo. A veces charlábamos, y más de una vez me dejaba descolocado, como la vez que le pregunté que si le decía todos los nombres de los peces del acuario si los recordaría de memoria para siempre, como pasaba en las películas, me contestó que no, que por qué iba a acordarse de todo eso. Descubrí que nadie la traía y la llevaba al trabajo como pensaba, sino que venía en el autobús en la línea 192 y que hacía veintiséis paradas, si pulsaban el timbre en todas. Me enteré que venía tan arreglada los viernes, para salir con el grupo de actividades, iban sobre todo al cine y a un restaurante chino que hay junto a la bolera, la película siempre le daba un poco igual, aunque le gustaban sobre todo las de risa. Supe que le encantaban los gatos, pero que le daba miedo que le arañaran. Aquel año había podido votar por primera vez por una nueva ley o algo así, aunque ya tenía edad para haberlo hecho un par de veces. En nuestras charlas, hablándole de los ejemplares que había en los distintos recintos, le expliqué la variedad de tiburones; el tiburón toro, el puntas blancas, el martillo, el cebra… no comprendía por qué llamábamos a seis tipos de tiburones con nombre distinto, si todos, al fin y al cabo, eran tiburones. 

Las charlas, las confesiones, me llevaron a querer visitar con ella el otro lado. Con la excusa de la importancia de la limpieza de los cristales. Sugerí a la dirección del acuario que había que dar un paso más. No solo tenía que haber un servicio exterior, sino que también había que limpiarlos cristales desde dentro. Me dieron el consentimiento. Ahora solo faltaba la otra parte, así que llamé a Aurora para preguntarle. Lo que te diga ella, a mí que me cuentas, contestó ajetreada desde el otro lado del teléfono. Así que se lo propuse. Lourdes me dijo que ella solo sabía nadar, y enlazó la frase con una risa nerviosa y contagiosa. Le dije que si quería la próxima semana tendría todo preparado. 

Y allí apareció aquel jueves. Le expliqué cómo tenía que respirar, cómo yo iba a acompañarla en todo momento y, justo cuando íbamos a meternos al agua, cogió su mochila y la sacó. Era una cola de pez. Unas mallas plateadas cosidas por la mitad y que acababan en una aleta. La tela estaba tachonada de lentejuelas, ante mi asombro me explicó que la había hecho con sus compañeras en el taller de costura. Le dije que quizá no sería lo más cómodo, pero ella se empeñó en que era lo mejor para estar sumergida y no pude negarme. Ya metidos en el tanque, revisé todo y le di sus gafas. Me dijo que no, que no iba a usar gafas, quería ver como veían los peces, sin nada entre medias, ya, pero es que nosotros necesitamos gafas no tenemos los ojos igual, que no, que no hace falta, me aseguró, en el mar buceo sin gafas y se ve como con niebla, pero no pasa nada. Tú qué quieres ver, como se ve de verdad o con las gafas, me dijo. Al final, reconocí sus argumentos e hice la inmersión más especial de mi vida, Lourdes braceaba suavemente con la tranquilidad que nos transmitían aquellas especies en el medio artificial en el que nos encontrábamos que nos parecía tan propio. La placidez de lo ingrávido.

Cada día recogía antes los restos de comida del recinto Caribe para reunirme con Lourdes. Comprendí que lo que yo consideraba como mi refugio había cambiado de lugar. 

Aurora, siento volver a llamarte, es que no sé cómo preguntártelo. Vamos que si alguna vez os han pedido ayuda al respecto. La oí como se sonreía al otro lado del teléfono, pues igual que con lo del buceo, pregúntale, pregúntale. Y así fue como frente al acuario de las hipnóticas medusas, me atreví a preguntarle si quería que un día quedáramos juntos. Ella me dijo que sí, que si me quería ir con ellos con el grupo de ocio que encantada. No, no es eso. Lourdes, me refiero a salir tú y yo juntos, como… como novios, completó ella la frase, y empezó a reír con una risa que rebotaba por los cristales. Es que, es que yo ya tengo novio, se llama Jaime, le conozco del centro, es jardinero; pero si quieres puedes ser mi segundo novio, cuando ya no quiera a Jaime, pues ya podemos ser novios. Claro, parecía lo más lógico.

Y así siguen mis días, coincidiendo con alegría y con cautela de no ahogarme cuando es la hora de la merienda. Me sonrió, por la más dulce y salada de las derrotas.Desde dentro del tanque, he comprendido el mecanismo de los telescopios. Suman sus lentes y puede acercarnos lo más lejano, las gafas gruesas de Lourdes multiplicada por el vidrio de los acuarios me han permitido acercarme a una mirada astronómica, no igual, pero tan interesante como la de los peces.

Luis Henares Cebrián

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